miércoles, 15 de octubre de 2014

Vuelta de tuerca


Llevaba una semana nervioso, cualquier nimiedad le irritaba. Javier llegó un poco tarde -cinco minutos que no van a ninguna parte- al partido de tenis y le echó una de esas miradas que casi te matan. Ni un saludo de cortesía, nada, sólo un seco y destemplado: “¿jugamos de una puta vez?”. Esa misma tarde, Raquel, su mujer, cogió su camisa de vestir que él había dejado encima de una silla para darse una ducha rápida e increíblemente, porque nunca antes le había pasado, se le olvidó mirar en el bolsillo y, así sin más, la echó a lavar sin darse cuenta de que allí, Francisco, había dejado su tarjeta de crédito. Bueno, bueno, la que se lió. Cualquiera diría que cincuenta años de matrimonio estaban a punto de embarrancar por un simple descuido que no pasó de ahí pues al rato se comprobó que la tarjeta funcionaba perfectamente. Y es que Francisco andaba nervioso.
La consulta con la médico de enfermedades infecciosas, Nati, que había conseguido ocultar a todos, había concluido. Fue hace dos días el lunes, a las once y cinco de la mañana. Cómo olvidar la hora precisa. El diagnóstico no albergaba dudas: “el “amigo” que te trajiste del Zaire ha progresado mucho. Hoy por hoy la ciencia médica no puede hacer nada más con el ébola. Calculo que te queda una semana de vida”. Como antes de jugar al tenis que se entretenía visualizando golpes perfectos, en esta ocasión se encontró imaginando su propio funeral, quiénes asistirían, cómo irían vestidos, qué comentarían en los corrillos que se formarían.

 Su mujer, claro, no sería capaz de aguantar el tirón. Estaba seguro que se reuniría con él pronto, muy pronto, allí donde fuera que él estuviera, una vez muerto. Lo había visto en dos amigos. Le daba unos meses, cinco o seis a lo más. Cada uno de sus hijos reaccionaría de manera desigual, tan diferentes eran. Así lo preveía y así, proféticamente, sucedió en efecto. Fran, el primogénito, por ejemplo, en cuanto supo la noticia, se volcó con él: ya no le daba esos cortes cuando hablaban que le dejaban tan desconcertado y eran motivo de conversación nocturna con su mujer intentando explicarse por qué le había dicho tal o cual cosa; en un par de ocasiones le elogió su dedicación a sus “causas perdidas” -como Fran las llamaba-  refiriéndose a su trabajo en la ONG “Progreso del Zaire” cuyo lema era “hechos, no palabras”.

En cambio Susi no acabó de asumir la noticia y, como en tantas otras ocasiones, decidió callar, callar todo el día, callar cuando comía, callar cuando limpiaba la ropa y fregaba los suelos, callar cuando iba de compras. Ya lo habíamos experimentado en otras ocasiones, como cuando después de diez años intensos, sacó las oposiciones de Registros y se tuvo que ir a vivir a Cintruénigo; o cuando le dijeron que esperaban mellizos; o cuando su mejor amiga en plena crisis de los cuarenta y con muchas telenovelas a cuestas se animó con su preparador de pilates y se fue a vivir con él dejando atrás un matrimonio de quince años de historia y tres hijos absolutamente estupefactos u ojipláticos, como diría Susana; o cuando, para sorpresa de su propio editor, su libro de recetas de cocina se convirtió en un auténtico best seller. Todo el día callada. Sólo si le hacías una pregunta directa se dignaba contestar. Su mente estaba bloqueada, en blanco. Turn off. Santi, el mediano, se lo tomó con su propia filosofía: como si todos los días a tu padre le quedara una semana de vida. Siguió tranquilo con sus cirugías plásticas, con sus sesiones de jacuzzi en Casa Galicia, consultando a Raquel en su consulta y con sus entretenidos crucigramas y zudokus.

Y el día D se acercaba vertiginosamente. Sólo le queda ya un día de vida. Quiere aprovecharlo al máximo y planifica al detalle una comida andaluza a base de pescaíto frito y de gazpacho con la gente que más quiere: su mujer, sus tres hijos, sus hermanos Gervasio el odontólogo y Gertrudis la enfermera en estado de alzeimer galopante y con Loli, claro, su amor secreto, su amor platónico, viuda, madre de diez hijos, tres de ellos adoptados en la India. A la comida le sigue una animada tertulia donde el alcohol comienza a hacer efecto y las lenguas a soltarse sin tapujos. Se habla de todo y se habla de nada. Del sentido de la vida, por la cercanía de la muerte de Francisco y porque Gervasio está leyendo una novela autobiográfica de Víctor Frank, uno de los padres del psicoanálisis; y del móvil de Susi que se ha quedado sin baterías; del patrimonio que deja a su mujer y a sus hijos y de dónde tiene depositados su planes de pensiones (En Renta 4, por supuesto), se pasa sin solución de continuidad al último desencuentro del fideo Di María con el Madrid. De “¿Te acuerdas cuando?,  ¿y de cuándo?, ¿y de cuándo?...”

A las dos y media de la madrugada quedan en casa solos el matrimonio. El sabe que será la última conversación que tenga con Raquel.


Pienso si es oportuno, conveniente, necesario contarle, a estas alturas de mi vida, en este preciso momento, eso, el secreto que llevo años escondido y ocultando y que me aprieta el pecho cada ve que la veo. Pero nobleza obliga. Saboreo mi última copa de rico pacharán para animarme, para darme valor. La miro. “Raquel cariño, tengo algo que… “; en ese momento, en ese preciso momento, Raquel sufre, sin aviso previo, muerte súbita. Me la quedo mirando sin poder asistirla, sin poder hacer nada. Me la quedo mirando sin saber en ese preciso momento que el pronóstico fatal de mi médico resultaría errado y que yo viviría, Dios mediante, treinta años más.


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